En Viaje al cuarto de una madre se muestran muchos detalles, gestos. Que parecen pequeños. Se muestra una mirada que apunta al hogar. Se cuenta la historia de una madre y una hija. Y esta historia, de una madre y una hija, que se desarrolla en el hogar y que se compone de detalles, gestos, que parece pequeña, pero no, resulta una película tierna, necesaria.
El primer largometraje de Celia Rico Clavellino (Sevilla, 1982), tras el corto Luisa no está en casa (2012), se engarza en una idea del cine de autor que en España relanzó Carla Simón el año pasado con Verano 1993. Cine dirigido, escrito y protagonizado por mujeres, que surge con la pretensión de contar historias cálidas, empáticas, obviando la narrativa imperante que ha dominado en el mundillo, gracias a firmas como la de Michael Haneke o, más recientemente, la de Yorgos Lanthimos.
Con motivo de esta corriente, la directora y articulista Anna Petrus escribió en la revista Dirigido por… «Una de las raíces del cambio debemos hallarlo necesariamente en el feminismo cultural contemporáneo, es decir, en la reivindicación tanto de la necesidad que existan mujeres que produzcan, escriban y filmen en igualdad de condiciones que los hombres (y que contribuyan así a ofrecer otra forma de mirar el mundo), y también en el reconocimiento y el rescate de esos valores que nuestra sociedad capitalista ha dejado al margen y que se han tendido a identificar con lo femenino precisamente por su oposición a los valores del patriarcado».
La cinta cuenta una historia sencilla, tan sencilla que habrá quien piense que no es suficiente como para armar una película. Leonor (Anna Castillo) una joven de un pueblo de Andalucía que vive con su madre, Estrella (Lola Dueñas), decide irse a vivir a Londres para trabajar como au pair, al asumir que no quiere reeditar la vida de su progenitora. De esta necesidad de dejar el hogar, nace la sensación de ambas de estar perdiendo lo poco estable que tienen en sus vidas.
Partiendo de los arquetipos femeninos que Núria Bou identificó en el clasicismo hollywoodiense, y que aparecen recogidos en su obra Diosas y tumbas, las protagonistas de la cinta corresponden con los dos tipos de mujer silenciosa: Deméter y Perséfone. Lola Dueñas, que se corresponde al ideal de Deméter, nunca abandona la casa durante el metraje. Según Bou, «La casa es un diáfano símbolo femenino en el sentido de refugio, protección o seno materno».
Junto a la imposibilidad de Estrella de transitar fuera del hogar, su labor de tejedora debe entenderse como su pretensión de hilar el futuro. En el trabajo frente a la máquina, el mismo que rechazó Leonor, Estrella encuentra la manera de ocupar el tiempo y, en el plano simbólico, velar por su hija.
Siguiendo con los planteamientos de Núria Bou, Leonor, identificable como Perséfone, corresponde con la idea de joven, en la fase liminal entre la adolescencia y la madurez, que «viaja a las tierras del averno justo cuando en su corazón germina una emoción». Al igual que la hija de Deméter, cuando Leonor decide irse a Londres, es llevada fuera de campo y no volverá a aparecer hasta su regreso al hogar.
Este tipo de cine, centrado en las pequeñas cosas –en capítulos y capítulos bajo la manta, en consejos contra el frío, en fotos por WhatsApp que buscan combatir la lejanía–, que huye de las grandes gestas y la grandilocuencia, es un giro político del cine de autor, un claro ejemplo de que se puede representar un mundo bello, sin pretensiones.