“El verdadero terror es levantarse una mañana y descubrir que tus compañeros de instituto están gobernando el país”
Kurt Vonnegut
Escribo en estado febril. Desde hace unos días, mejor dicho, desde hace unos meses me he aficionado a comprar libros, cientos de ellos, como si el mundo estuviese a punto de eclosionar para no quedar en pie ni palmera, ni cocotero, ni castillo medieval, ¿acaso crees que no pasará?
No tengo ni idea –ni quiero saber- si el fin del mundo está aterrizando ahora mismo en el aeropuerto. De lo que sí quiero hablar es de varias editoriales españolas que han desbaratado mi ordenada y monacal existencia. Son editoriales extrañas, movidas por mentes maquiavélicas, cuyos productos librescos son del todo menos pasatiempos. Como digo, y no exagero, sus obritas parecen monumentos de épocas pretéritas frente a las novedades que huelen a dulce de leche, caramelo y palomitas. ¡Muerte a la sintaxis, muerte a las ideas!, repito como un loro enjaulado mientras sostengo el nuevo libro de…
No nos desviemos del tema; que el odio ocupe un lugar minoritario en este corazón purpura. Soy un muchacho feliz con los libros de Underwood Editorial en las manos. Soy un muchacho dichoso con los ejemplares de Malas Tierras Editorial en la mochila, mientras mis conciudadanos me estudian -¡un chico que lee!, exclaman extasiados mientras el tranvía anuncia otra parada-, y yo les miró con cara de archiduque de Sajonia porque tengo mi nuevo ejemplar de Dog Soldiers (Malas Tierras, 2019) del melvilliano Robert Stone, y sus reacciones, claro, no me importan demasiado. Sin embargo, no es así, y cuando doy por concluida la lectura lapicera y metódica, miro por la ventana para estudiar junto a ellos la tristeza urbana de una ciudad costera que Stone definiría, si pasease por Alicante, “como una birria esmirriada dotada de una historia adictiva”. Soy un muchacho radiante con los libros de Dirty Works en la mesa de trabajo, cuyos lectores, según tengo entendido, han sido y serán destiladores de Luisiana o mecánicos de Hillsboro, Oregón. Me lanzo hacia la captura de Mark Richard y su Casa de oración nº 2 (Dirty Works, 2018); un escritor tan áspero y emocionante que podrías perder un dedo y tampoco lo echarías mucho de menos. Podrías asegurar, siempre con acento sureño, “que todavía te quedan nueve y son bastantes dedos”.
J’accuse…! Siempre he sido un adicto del producto norteamericano. Es cierto. Aquellos que me conocen saben de mi problema y se compadecen de mí. He consumido mucha hamburguesa en mal estado, pero, en estos momentos, no hay excusa para seguir haciéndolo. Si quieres saber a qué huele tu época, porque vivimos enredados en mundo de influencias interminables, y quieres entender el porqué de nuestra imparable americanización, creo yo que lo mejor es estar bien pertrechado de obscuridad, sagacidad y un poco de conocimiento.
Existe en la actualidad un nutrido grupo de editoriales (La Navaja Suiza editorial, Stirner, Sajalín editores, etc…), junto a las ya mencionadas, que se están encargando de realizar una limpieza de cara, no solo del mito norteamericano, ya caído en desuso aunque presente en nuestras vidas -no quiero poner ejemplos porque sería ridículo y me costaría cientos de páginas de sudor y lágrimas-, sino de una reestructuración de todos y cada uno de nuestros referentes que es en sí mismo un ejercicio vasto, sanísimo, necesario, urgente, valiente y alocado. Seamos sinceros, ¿quién narices quiere leer la vida de un padre pornógrafo camino del trabajo (Chris Offutt, Mi padre, el pornógrafo, Malas Tierras, 2019) o la narración brutal, desalmada, repleta de amor real de un boxeador que es un perdedor y un fracasado (Leonard Gardner, Fat City, Underwood Editorial, 2016)?
Sí, lo sé, son editoriales con un catálogo de paladar exigente pero cuya recompensa -¡lo juro!- es inmediata. Pongamos un ejemplo. Uno se acerca a su librería de confianza. Agarra el ejemplar: Aberración estelar, Gilbert Sorrentino (Underwood Editorial, 2018). Toca el libro. Se nota el cariño. La confección cuidadosa. Las palabras bien escogidas. Lees la biografía del autor. Alucinas. Sigues con la sinopsis y no entiendes nada. No entiendes cómo es posible que un autor como Sorrentino, cuyo apellido nada tiene que ver con el actual director de cine, más allá de su pasado italiano, no haya sido volcado a tu idioma hasta estos días. Las primeras líneas te limpian de inmediato tanto mente como corazón: por ese motivo y, no por otro, me enganché a la literatura. Sientes la presión de no fallarle. El traductor, un tal Ce Santiago, cuyo nombre parece el de un proscrito de la ley y, por si fuese poco, te está persiguiendo, ya que he descubierto su firma en tres ejemplares más y estoy preocupado por mi salud, realiza un ejercicio de pirotécnica al traducir pasajes y paisajes imposibles. Y, por fin, te haces con el libro y sales disparado hacia tu casa. No quieres interrupciones de última hora. Te sientas en el sillón, cerca de la luz amarilla y, cuando empiezas a leer, una congoja te estruja el corazón y tienes que parar de inmediato. Es lógico; no quieres que acabe.
Ellos no me conocen, ni me pagan por hacer publicidad de sus libros; ni me interesa, ni lo aceptaría. Lo hago porque siento un enorme respeto, casi fascinación, por el libro bien planificado, capaz de superar con creces el concepto de introducción, nudo y desenlace. Si, por casualidad, alguno de vosotros es amigo, hija, vecino o forma parte de las editoriales que he citado, no les digáis que en Alicante hay un muchacho que se dedica a comprar sus ejemplares para ni siquiera tocarlos. Pensarán que estoy tocado de la cabeza, y la verdad, no lo estoy. Solo un poco.
Escribo, luego fotografío. Siendo un chaval descubrí a Henry Miller. Más tarde, me hice admirador de Brassaï, el jazz gambo y los cuentos de William Faulkner. Filólogo desleal. Graduado en Humanidades. Doctorando a tiempo completo.