Sobre La fiesta de los cien invitados

Hay lugares que sólo existen para sufrirlos desde el olvido

La fiesta de los cien invitados constituye, en sí, una de las más novedosas obras narrativas de nuestro tiempo. Tanto es así que, para algunos, desbanca en genialidad a las grandes 2666 o La broma infinita, situándose a la altura del Ulises o el Quijote. La autora, de la que solo sabemos que es mujer y que firma sus obras como A.A., es un misterio más que envuelve a la composición de esta novela-catálogo cuya peculiaridad radica en que se va desintegrando a medida que avanza: su trama pervive en base a dejar de existir, en razón del conflicto que la desarrolla. No en vano, la cita inicial ─en homenaje a la utilizada por Elizondo en Farabeuf─ pertenece a Emil Cioran y dice así: «Incapaz de alcanzar las claridades de la muerte, repto en la sombra de los días, y aún existo tan solo por la voluntad de dejar de existir». Estamos ante una obra que reniega de su propia existencia, y ese es precisamente el hecho que la justifica.

La configuración del texto, al parecer, tuvo lugar en el tiempo que abarca los meses previos a la pandemia del CoVid-19 y el último verano. En este tiempo, la autora, según comenta en la sección final de la novela ─titulada Espacios en blanco: dejados atrás─ estuvo viviendo en Sevilla, ciudad en la que se le aparecieron las ideas:

«La visión de los carteles y azulejos que explicaban la obra cervantina a través de la ciudad me hacía sentir espectadora de una trama común a todos, al principio, para, con el paso del tiempo, convertirme en el personaje literario que paseaba, en otro tiempo, por donde Cervantes ya había estado: eso fue lo que me hizo pensar en la idea de un personaje lúcido envuelto en una gran fiesta en la que las grandes personalidades del mundo del pensamiento y de las artes se codeaban(…) El escenario festivo, sin embargo, se gestó en San Juan del año 2020 en el balcón de una casa que da al mar, entre cigarrillos y vasos de vino: en un tiempo más ingenuo, en el que creía que las cosas eran más fáciles. Es una novela que, al final, habita en la nostalgia y el desengaño; en ese extraño lugar en el que las cosas se van des-escribiendo por efecto del desastre».

Así, esta obra, podría decirse, juega en la construcción de planos simultáneos dentro de la narración: a la ausencia de protagonistas claros se le suma la polifonía ─la aparición de voces identificables─, la desfragmentación estructural y la presencia de un personaje que altera la trama a pesar de que no somos capaces de verlo actuar: nada aparece enfocado precisamente porque la perspectiva narrativa es una perspectiva totalizadora: lo importante sucede en la fiesta, no en los aledaños de esta, no en las particularidades del gran cuadro. Es destacable, también, cómo lo que parece un sentido homenaje acaba por envolverse en un ambiguo sarcasmo:

« ─Conocer es como no haber visto nunca por primera vez.

─¿Perdone?─. Le responde la mujer un poco contrariada.

─A propósito de lo que estábamos hablando, Silvina, pienso que conocer las cosas es dejar de verlas como son en realidad. De hecho, las cosas.

─Las cosas.

─De hecho.

─Surréalisme.

─¿Quién habrá organizado esta infamia?

Se miran, se quedan quietos, se examinan, se rodean, se huelen, se tocan, se guardan en la retina. Scott Fitzgerald anota en su cuaderno pensando que va a salir de este texto para escribir un cuento, Kirchner cree que Alfonsina Storni sería una magnífica modelo para sus cuadros. Pensamientos entrelazados, no puedo analizarlos correctamente, son demasiados, disculpa.

─Creo que me falta una copa de vino.

─Escuchemos la música que toca la banda.

─No creo que las cosas sean tan sencillas, Alberto.

─¿Hay banda?

─Bueno, con decirte que puedo ser, a pesar de todo, me conformo.

Una copa de vino mancha, a lo lejos, el vestido de Hannah Arendt, ella no lo advierte y todo sigue tal y como parece estar planeado; o sea, sin complicaciones.»

El personaje lúcido se intuye que es un camarero que atiende a los grandes Virginia Woolf, Kropotkin, Plath o Proust ─por ejemplificar alguno de los invitados─: al dialogismo poligenético que se inserta en el corazón de la narración hay que añadir el enfrentamiento constante entre el narrador, que pretende llevar la trama hasta el final, y el personaje lúcido ─nunca mostrado─. Para impedir que la trama quede alterada, el narrador debe actuar como si este personaje no existiera ─como de hecho hace─ a pesar de lo imprevisible de este ─y a pesar de algunas extrañas menciones a imprevistos que, presumiblemente, son a causa de su existencia─.

No en vano, y a propósito de esto, en la extensa novela no paran de aparecer referencias a «lo visible y lo invisible», como en esta aparición de Magritte ─obtenida casi totalmente de una carta del pintor escrita en 1966─:

« ─Se ha concedido una curiosa primacía a lo invisible debido a una literatura confusa, cuyo interés desaparece si tenemos en cuenta que lo visible puede ocultarse, pero que lo que es invisible no oculta nada─. Dijo el pintor, para después darse cuenta de que sus interlocutores se habían ido y no podía verlos.

─¿Podría alguien decirme qué estamos haciendo aquí?

─En su piel, en su pelo, hay un nuevo perfume. Difícil decir de qué.

(…)

Llamó a uno de los sirvientes y le pidió que le ayudase a encontrar a sus amigos, y este le señaló la muchedumbre. Si están en algún sitio, puede debe ser allí, ocultos. Quizá no. Quizá sí, le dijo el individuo, sois todos la misma persona; ¿dónde dirías que estás tú ahora mismo?»

Ante este tipo de intervenciones, lo que más debe llamarnos la atención es la escritura utilizada. A.A. escribe para ocultar. Su estilo narrativo bien podría relacionarse con las ideas de Paul Virilio y su Estética de la desaparición, porque resuenan los conceptos de hermenéutica casual y fragmentarismo focal: las cosas suceden porque se experimentan parcial y alteradamente; por lo tanto, no terminan de suceder a pesar de nosotros, gracias a la ilusión de la inercia. El personaje lúcido altera la conciencia de sus interlocutores, actuando como lo haría Sócrates en el ágora, a pesar de él mismo. La distancia que el narrador utiliza para alejarse de lo que está sucediendo no hace sino aumentar la sensación de ilusión ─porque, tal y como dice Julián Marías, la ilusión solo sucede a lo lejos: donde percibimos, sí, pero donde no estamos─.

La forma de escribir al personaje en discordia, dice A.A. en Espacios en blanco…, le supuso un ejercicio de desdoblamiento: para que el personaje fuera autónomo de verdad, trató de escribirlo desde la inconsciencia: «escritura que es ajena de sí misma», encontrando los estilos de Marguerite Duras e Idea Vilariño como referentes. La manera de ocultar la información, la fragmentación de la fragmentación ─al estilo de Hemingway─ le dio la guinda a su metaliterariedad. Cómo lo consiguió o no, o si es esto cierto o un simple artificio son cuestiones totalmente secundarias: lo importante es que parece cierto. Parece que hubiera una interferencia narratológica, dos estilos totalmente diferentes, dos maneras de pensar o escribir muy diferenciadas y que tienden al conflicto, aunque no de forma expresa. El comienzo de la novela ─donde presenta a todos los participantes de la cena─, en relación con los fragmentos que se han ido analizando, es un claro ejemplo de ello:

« Todo lo que va a leer a continuación, lo aseguro, está completamente vivido. El narrador de esta historia ─o sea, yo─ únicamente se compromete a acompañarle. Todo lo que vamos a observar, lo que experimentaremos porque está ahí sin que nosotros tengamos nada que ver, existe por algún motivo que se me escapa, no voy a mentirte, y voy a tratar de ser lo más claro y cristalino posible. Mira, ahí está Concepción de Estevarena. Le quedan dos meses para morir, pero eso lo sabemos tú y yo porque tenemos esa ventaja. Oye, ¿en qué año estás tú? Yo estoy en noviembre de 2021 ahora mismo. Bueno, no me importa, mira a Larra, este tipo sí que tenía estilo. Qué pena que se pegase un tiro en la cabeza (…)»

Todo este ejercicio de polifonía genética ─dos tramas que chocan entre sí: la de la subversión lúcida y la de la ceremonia que debe, a toda costa, llegar a buen término─ queda explicado por A.A. en Espacios en blanco… parafraseando a Witold Gombrowicz:

«La fiesta no es más que “una novela de formación de la realidad”. Por mucho que una ame a alguien, el enfrentamiento, la incertidumbre, la desaparición (…) están asegurados. La realidad se construye a partir del desgaste de nosotros mismos con nuestra querencia y nuestros anhelos (…) La fiesta… es la novela de amor que jamás pude ni podré escribir».

El final de esta novela coincide con un momento en el que los personajes, grandes e ilustres invitados a una fiesta que no se sabe quién organiza, comienzan a perder su identidad:

«Se señalan. No se reconocen nada más que porque son extraños entre sí. Nada más. Los Picassos y las Claudel convertidos en fantasmas de sus propias obras. Como los muertos que dejan de pensarse con amor».

Es este momento en el que toma control el segundo narrador ─como puede apreciarse en la forma─, el narrador subterráneo que aparecía como personaje desconocido y lúcido y parece hablar, tomar voz ─en claro homenaje al Fausto─ en nombre de la literatura. Es este capítulo final el que más parece escrito desde una voz verdaderamente distinta ─enrarecida─.

A.A. nos cuenta que lo escribió «pensándome en el momento mismo del gozo o de la agonía, cuando no somos nosotros. Escribir, como dijo el poeta, es contravivir, porque para alcanzar las raíces hay que enterrarse un poco». Este nuevo narrador, así, nos hablará, de forma atropellada y abandonando progresivamente el escenario de una fiesta en la que cada vez le queda menos de existencia hasta llegar al último párrafo, que cierra la novela de forma magistral:

« Solo queda ─recuerdo─ Pizarnik. Intimidades. Una alfombra roja que se convierte en arena, y ondea, y ruge. Vino blanco para celebrar. Escribir. Eso lo sabía Cervantes. No, aún queda algo por decir, no puedes hundir tu cara de esa forma. No queda nada. Se quema. Se pierde. Somos tú y yo, aquí, solos, inexistentes ─la realidad está en otra parte y yo la estoy imaginando─ es eso lo que queda. Ya nuca más yo, no tú. Pizarnik, solo queda. Un recuerdo hermoso. Eso fue hace mucho, pero ahora tenemos que irnos, han pasado tantas cosas. No, para mí no lo suficiente. Woolf, Borges no quiso venir a la fiesta, es un poco imbécil. Ya, pero no importa, tenemos que continuar. No hay hacia donde continuar. Cuando muramos no podremos echarnos de menos. Tienes razón, Borges es un poco imbécil. Un recuerdo hermoso. Hermosos los recuerdos. La fiesta ha terminado. Solo queda ─recuerdo─. Y dolor ─recuerdo─. Solo queda ─recuerdo─. Recuerdo.»

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