El ilustre iletrado

‘’Por primera vez en la historia hay más escritores que lectores de literatura’’

Ricardo Piglia

Imagínese por un momento que la persona que tiene en frente no ha leído un libro en su vida. Imagine, además, que su única aspiración es ser escribano, escribiente, escritor. Suena a chaladura, ¿no? A tontuna propia del más descerebrado. Pues esa es la razón por la cual nunca lo digo. No es que no me atreva, eso ni mucho menos; y hay de aquel que me venga con esas, pero… pero, ¿cómo explicarlo? Es tal la desgana y apatía que me entra al pensar que tengo que volver a desembrollar lo mismo de siempre, que, simplemente, de un día para otro dejé de explicarme. La cosa, por lo general, va así: primero me presento, luego la otra persona hace otro tanto, apretón de manos o dos besos o abrazo o choque de codos o lo que convenga. Después entramos de lleno en la zona banal, que yo la llamo, y una vez llegamos a la parte del empleo, digo así: ‘‘De formación y práctica floricultor, o séase, jardinero, pero de alma y espíritu escribano, escribiente, escritor’’. Y bueno, figúrese usted que llegados a este punto se me suele replicar lo mismo, y no es otra cosa que de qué siglo se me ha sacado, porque de seguro no del XXI.

¿Me sigue usted? Bien, pues ya con la admiración a flor de piel hacia mi persona, una admiración, dicho sea de paso, harta inmerecida, se me hace casi con precisión orwelliana la siguiente pregunta: ‘‘¿Pero cuántos libros ha leído usted?’’, y luego suele rematarse la cuestión con un punto seguido del tipo: ‘’Seguro que un buen puñado, para hablar de esa manera’’. Pues bueno, ¿recuerda antes que decía lo de la admiración harta inmerecida? Aquí es cuando dicha admiración se acaba truncando en desconcierto, y poco después incluso en pavor. Porque entonces yo replico: ‘’Lo cierto es que no he leído un solo libro en mi vida’’. Y le juro por lo más sagrado que lo que digo es cierto. No he abierto un solo tomo en mi vida. Ni siquiera en el colegio. De hecho, siempre que me oiga parafrasear o mentar alguna frase hecha en la que la segunda palabra es el nombre sustantivizado de algún intelectual, escritor o filósofo, usted ni caso. Me lo invento todo. Antes dije aquello de ‘’precisión orwelliana’’, y a saber si aquel tipo era preciso. No me lo imagino, por ejemplo, ganando una partida de dardos. De hecho ni siquiera me lo imagino, porque la verdad es que no sé ni de quién estoy hablando. Debí de oírlo en alguna parte y desde entonces se me ha quedado grabado. Además, la mezcla queda bien; y oye, pues por qué no. Casi nadie nunca repara en ello.

Ya ve, la palabra sustantivizado ni existe y yo se la he colado de manera natural y, si me permite el atrevimiento, precisa. Como James Orwell. Figúrese usted el pasmo que suelo producir en mis interlocutores… sí, así, como su rostro recién demudado, más o menos. Pues el caso es que esto me pasa a mí con aquellos que no me han leído. Porque yo suelo dividir a las personas en tres grupos sociales: aquellos que no me han leído, aquellos que están a punto, y aquellos que ya lo han hecho. Créame, entre el primero y el tercer grupo distan años luz. Pero años, años luz. De incredulidad y buenos pensamientos hacia mi persona, claro está. Los primeros aún me miran con perplejidad cuando entono el ‘’nunca en mi vida leí un libro’’, pero… oh, señor mío, si viera usted los rostros y expresiones de aquellos a quienes yo catalogo dentro del tercer grupo. Directamente se echan a reír, y no vaya a pensar usted que se reservan tamaño placer jacarandoso para sus momentos de solitud. No señor. Se ríen en mi hierática persona, en frente de mí, vaya. Y a todo esto, ¿sabe por qué? No, claro, ¿cómo va a saberlo si ni siquiera forma parte de este grupo? De hecho venía justo pensando en eso, en que en el día de hoy usted va a alcanzar la honra de pertenecer al tercer grupo. Así que aquí lo tiene, mi último manuscrito. Venga, tómese su tiempo, hojéelo y me dice lo que piensa…

Bien, ¿ya? A juzgar por su inusitado fruncimiento ceñular, deduzco que sí. Ceñular. ¿Le gusta la palabra? Del ceño o procedente de éste. ¿Inventada o no? Ya no sabe qué pensar, ¿eh? Bueno, que me desvío de la senda. A lo que iba. ¡Bienvenido sea, caballero, a mi último grupúsculo! Ya forma usted parte de los más críticos y acérrimos enemigos hacia mi incomprendida figura. Y ahora déjeme explicarme. O, mejor expresado, déjeme que le explique hasta donde yo puedo llegar. Porque el resto es cosa suya. De usted espero que me provea de las pesquisas correspondientes y certeras. Bien, no me desvío más de la tangente ni emitiré futuras digresiones. Ahora pues, créame nuevamente si le digo que ya sé lo que va a decirme antes siquiera de que emita sonido alguno. ¿Y sabe por qué lo sé? Porque usted es la segunda persona en leer este manuscrito, y el dictamen de la anterior persona me sirvió para saber cuál sería la opinión que de ahora en adelante suscitaría este original. Y sí. No me amilano al decirlo: ORIGINAL.

No es ninguna copia, ¿entiende? Ese es mi problema, mi gran obstáculo en la espinosa maratón que supone hilvanar frases y párrafos y páginas e historias. Esto que usted acaba de leer no es ni mucho menos el inicio de aquella gran novela de la que tanto me han hablado: Cien años de soledad. Y, de nuevo, le insisto en que yo nunca he leído un libro y por ende no podría dilucidar esto, pero la persona que lo leyó antes que usted así me lo refirió. Le he traído una copia del librito este del tal… déjeme que lo relea… del tal Gabriel García. Aquí lo tiene, sí. Y mire, mire, fíjese bien, porque donde él dice aquello de ‘‘Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo’’, yo digo más bien que ‘‘Pocas horas después, ajeno al pelotón de baloncesto, el marginado Artemio Malatarde había de olvidar aquella cercana mañana en que su compañero le reventó al darle un mal pase’’.

¿Lo ve usted? ¿Lo ve? ¡Ese es mi problema! Por eso he venido a verlo, para que me diga lo que tengo, pues ¡al parecer copio a los más grandes sin saberlo! ¿Cómo? Sí, ya sabe, una pelota grande. Si le ha gustado, debería leer el resto. ¿Qué cómo lo hago? Pues eso es lo que me gustaría saber, y no es sino el fin último por el cual me hallo hoy aquí. Mire, mire, que sigo. Le voy a ir leyendo algunas partes de mis otros textos y usted me dice qué se le viene a la sesera. Bien, ¿listo? Vea este que dice: ‘‘Cuando la cucaracha Paca se despertó después de una plácida noche, se encontró sobre la hierba convertida en una monstruosa persona’’. Y ni me pregunte sobre estructuras o ritmos o zarandangas de esas, que ni la más remota idea tengo yo de ello. Bien, ¿le suena, no? La metástasis o algo así, se llama. Aquí va otro: ‘’Las cosas podían haber acontecido de cualquier otra forma, pero no’’. Ya lo ve. Y yo sin saber absolutamente nada del tal Vives. Y aquí esta última, parte iniciática de mis memorias inconclusas: ‘‘Soy un jardinero… un hombre bueno. Soy muy agradable. Creo que nunca he leído. De todas formas, nada entiendo de lecturas y sé con certeza que esto no me duele. No me avergüenza y jamás me ha avergonzado, aunque siento respeto por los que sí leen’’.

Y así podría continuar día y noche y día y noche, salmodiando decenas de historias y cuentos como Mertesaken en las ciento una noches. Es más, hace poco escribí un cuentecito muy corto muy corto en relación a mis siestas dominicales en casa de mis suegros. Dice así: ‘‘Cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba ahí’’. No se lo enseñé a ellos, eso por descontado; pero cuando lo leyó mi mujer, figúrese, me tildó de imbécil para arriba. Fue poco después cuando me hablaron del relato de Monterrojo. En fin. Y lo peor llegó cuando narré la historia de mis padres. Se me tachó de engañabobos, o más bien de bobo engañado, y se me espetó que mi cara estaba hecha de esparto o algo por el estilo. Y todo porque el inicio contenía ciertas reminiscencias de no sé qué novela antigua: ‘‘En una casa de mi pueblo, de cuyo nombre por mucho que lo intente no consigo acordarme, no hace mucho que vivía un sinvergüenza de los de visita diaria al peluquero, patraña ambigua, muy vago y nada trabajador’’. Aquí describía, como no, a mi señor padre. Su geta se divisaba en lontananza del morro que tenía. Pero nada, ni si quiera con estas bellas, sabias y profundas palabras se me toma en serio. Así que esto venía yo a contarle. A ver qué puede darme, recetarme o lo que considere usted hacer con mi persona, pues ultrajarme más, lo que se dice ultrajarme o herirme, me temo que ya no es posible. Quiero saber el por qué. Por qué saco yo estas ideas sin haberlas leído de antemano. Porque seguro que no soy el primero, ¿verdad, doctor?

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