Si te acercabas un rato antes del concierto de Rosalía al Wizink Center, tenías la posibilidad de parecer alguien del elenco de sus videoclips: veías colas de caballo engominadas, botas negras altas, camisetas con las letras de Motomami derretidas por la tela y pegatinas entre las paletas. Así se establecía un mensaje honesto de la audiencia a la artista: sabemos a lo que venimos. Aunque yo miraba con el rabillo del ojo a las mamis de las motomamis y me preguntaba si ellas también sentenciarían lo mismo.
Tienen un rango de años similar, sus cuerpos y tintes del pelo tienen tonos diferentes, pero su voluntad es la misma: la de ver cómo sus hijas, hijos, hijes se enfrascan en un diálogo motero con una música que está dispuesta a rugir. Mientras la gente se sienta, ellas cargan grandes vasos de cartón con refresco, miran a sus lados y sonríen con desparpajo. Esto es una fiesta. La playlist previa al concierto también lo es: Candy, la original de Plan B, Paul McCartney y Lole y Manuel. El escenario blanco funciona como una hoja de papel donde, se intuye, Rosalía empezó a trazar con un boli bic las primeras ideas de este disco.
Una mujer rubia pasa con su hija y se dirige a la grada de al lado. Se ha pintado tres emes de motomami: una al lado del ojo izquierdo, otra en el entrecejo y otra al lado del ojo derecho. Su hija lleva unas extensiones rojas que salen de sus altas trenzas. Yo intuyo que todas estas emes rojas en verdad son la erre de Rosalía, una normal y otra de espaldas, que se han juntado y han evolucionado a esta forma que esta mujer lleva en su cara y yo en mi escote. Pero ninguna sabemos nada, solo lo hacemos por la performance.
La luz se apaga y todo el mundo grita. No sé muy bien qué hace la mami de la motomami. Quizá se sabe alguna letra de cuando lleva a su hija al instituto, juego a imaginármelas buscando en Google la letra de Hentai y cerrando el buscador sin entender mucho. También imagino que en este concierto –en el que el sonido de las llantas suena a un ronroneo–, sus hijas mueven las caderas sutilmente mientras sus cuerpos intentan recordar pasos que usaban en fiestas, quizá era un brazo en forma de asa y un balanceo de hombros.
Rosalía rechina:
Ok, motomami, pesa mi tatami, hit a lo tsunami, ohhhh.
Y sentencia: motomami, motomami, motomami.
Y ellas responden afirmando.
Morón de la Frontera, Sevilla, (1992). Con cuatro años, su profesora de infantil le pidió que dibujara una melena, esperando la de un león. Pero le pintó una diva con melenaza. Este despliegue de realidades es la base sólida de sus textos. Ha publicado su primera novela «Un Puñadito de Pipas» con La Carmensita Editorial y en la antologías «Inténtelo de nuevo» con Medusita Kollective. A día de hoy, escribe su segunda novela. Y otras muchas cosas en sus notas del móvil.