Significar el amor

“Amor. Ser necesario para nosotros, condición de existencia que se nos presenta como natural. Su fin nos resulta natural, y nos parece horrible, imposible y antinatural no ser en el amor”

Simon Weil, La amistad

Estas semanas no he dejado de leer a Annie Ernaux, quien podría ser un ejemplo de una persona enamorada que no puede no desviar la mirada del amado, ni dejar de detenerse en el instante del acto amoroso. En su obra autobiográfica El uso de la foto (Cabaret Voltaire, 2005) centra su mirada en su entorno más cotidiano y, en concreto, en los diferentes paisajes que surgen tras hacer el amor con quien fue su pareja en ese momento, Marc Marie. Se detienen ambos ante el paisaje de la ropa mezclada y tirada en el suelo tras el deseo imparable. Y sienten una pena inmensa al tener que destruirlo separando y recogiendo cada pieza, como si fuese un pecado. Lo sienten como un encogimiento del corazón. Si el verdadero deseo está en el esfuerzo de atención, si aquellas cosas dispersas por las baldosas del pasillo, las prendas de vestir, la ropa interior o los zapatos, eran la única huella objetiva de su goce, para ellos constituía un gesto necesario pararse a fotografiar todo aquello que era fruto del amor y del azar: “como si hacer el amor no bastara, como si hiciera falta conservar su representación material”.

Este diario íntimo de imágenes es una invitación a volver a sentir el tiempo. Un intento por materializar y transfigurar el acto amoroso: “ahora existía en otro lugar, en un espacio misterioso” o sobrenatural. Es a partir de este desvelamiento del otro, y de la presencia y ausencia de un cuerpo y los objetos que lo visten, lo que construye su historia de amor. Me interesa esta implicación por buscar un medio para significar ese amor, para convertirlo en algo “eterno” y “sagrado”, sin lugar de pérdida, mediante la fotografía. Se constata de que en todas las fotos sus prendas “han sido tiradas ahí por la urgencia del deseo, a riesgo de estropearlas (o destruirlas), de mancharlas, sin preocupación por su valor material: no valer nada en el momento. Han cumplido su papel de seducción”.

La filósofa Simone Weil también entendía que el deseo destruye su objeto (Weil, La amistad). En el texto publicado póstumamente bajo el título A la espera de Dios, Weil dice que el amor es lo divino que nos llama y “desviar la mirada” de Dios o del amado es como si fuese el pecado, el extravío mismo: “El amor es la mirada del alma; es detenerse un instante, esperar y escuchar” (Weil, A la espera de Dios). También dice que “Dios está presente en el punto en que las miradas se encuentran. El desdichado y el otro se aman a partir de Dios, a través de Dios, pero no por amor a Dios; se aman por el amor del uno al otro”. Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención. Sin embargo, no hay atención puesta en las prendas de vestir, que no valen nada, como dice Ernaux, porque en el momento en el cual el deseo les alcanza a los dos amantes, su mirada y su atención se detienen ante el desvelamiento de lo desconocido, ante la aparición del cuerpo del otro, de su sexo, de sus gestos mutuos.
Podemos entender entonces que la presencia y la ausencia son afecciones de la mirada. El estar presente o ausente del objeto depende de la atención, de la fuerza y la dirección de nuestra mirada. Por eso, en otro momento, nos confiesa la autora que el acto de fotografiarlas le ha parecido “una dignidad devuelta a las cosas que se llevan tan cerca de uno mismo, una tentativa de hacer de ellas, en cierta forma, ornamentos sagrados”. (Ernaux, El uso de la foto).

Estaría de acuerdo entonces con Simone Weil cuando dice que “nosotros sólo podemos amar el vacío. Pero como necesitamos objetos sensibles, amamos lo finito —seres y cosas— como límites que nos atraviesan. (…) El amor sin lo sensible es imaginario” (Weil, S, La amistad). Sin embargo, a pesar de que Ernaux piense que el amor no puede existir sin las huellas de lo sensible (de ahí su obsesión por las manchas en las sábanas y colchones, o la obsesión por las manchas de la escritura de las que uno no consigue desembarazarse) no concibe que “creer y amar la realidad son la misma cosa”, como nuestra querida filósofa Weil. Al no poder servirse, como Weil, de la lengua del pensamiento como si creyera en lo que desea, la narración fotográfica de las cosas visibles y palpables, finitas, que les atraviesan a los dos amantes, se convierten entonces en la prueba de la existencia del amor que M. le profesa a Ernaux y viceversa. A falta del atrevimiento por hacer la pregunta sobre si su relación está basada sobre un amor verdadero, el crimen aquí constituiría la acción de deshacer el paisaje en el intento de recuperar las prendas y de destruir aquella forma de armonía que creaban, como si profanaran un lugar santo, pues eran el testimonio visual de lo que acababan de vivir. Ernaux escribe: “No sé servirme de la lengua del pensamiento como si creyera en ello (…). Sólo conozco la lengua de las cosas, de las huellas materiales, visibles. (Aunque no pare de transmutar estas en palabras, en abstracción.) Me pregunto si contemplar y describir nuestras fotos no es para mí una manera de probarme la existencia de su amor, y ante la evidencia, ante la prueba material que constituyen, esquivar la pregunta, para la que no encuentro respuesta: ¿Me quiere?” (Ernaux, El uso de la foto).

Es el deseo del yo el que produce las preguntas acerca del amor. El deseo también puede convertirse en obsesión y en ensoñación que produce ciertas contradicciones para la amada, en la medida en que quiere que sea amada por su amante, pero al mismo tiempo quiere saber qué es lo que la otra persona desea, en un intento por ocupar su lugar para dejar de ser ella misma y formar parte del otro. Conocer sus deseos sintiéndolos en su propio cuerpo, en su propia carne. El propio deseo aniquila el objeto de deseo, pero el amor también hace “que el ser se atreva a abandonarse” (Carson, Descreación). Simone Weil escribe: “Amor. Quiero que a quien amo me ame. Sin embargo, si está totalmente dedicado a mí, deja de existir. Abandono el amor. Me sacio. Mientras no esté totalmente dedicado a mí, no me ama suficiente. Ansío ser su lugar. Pero ¿para qué? ¿Será que me siento parte de él? Si él no quiere que lo sea… (Pero si es completamente dócil, no lo amo). ¿Hago todo lo que él desee? De pronto vuelven las mismas cuestiones que aparecieron con mi deseo. ¿Qué desea? ¿Ama a alguien?” (Weil, La amistad).

Pero, ¿por qué perderse en el otro? ¿Por qué el deseo de ocupar su lugar? Ante estas cuestiones, en su obra La gravedad y la gracia, Weil manifiesta la “necesidad de devolver a Dios lo que Dios le ha dado” (Carson, Descreación). A este alejamiento de sí misma para entregarse a Dios es a lo que llamaba “decreación”, cuya intención consiste en “deshacer la criatura dentro de nosotros” (Weil, La gravedad y la gracia):
“No poseemos nada en este mundo más que el poder de decir Yo. Esto es lo que debemos entregar a Dios”.

Simone Weil propone un triángulo erótico que involucra a Dios, a ella y a toda la creación. Como desarrolla Anne Carson en su obra Decreación, Weil habla de la necesidad de desalojarse de sí misma, pues al ser un obstáculo para su propio interior, también es un obstáculo que bloquea a Dios (Carson, Descreación). Al mismo tiempo, siente que el amor es como la justicia, es decir, ponerse en el lugar del otro: “Amor y justicia —hacer justicia al otro es ponerse en su lugar. Porque amamos su existencia como persona, no como cosas. Extensión: desprendimiento. Para concebirse como uno mismo y como otro—. La creencia en la existencia de otros seres humanos es amor” (Weil, La amistad). En La gravedad y la gracia continúa escribiendo sobre este desocupamiento del que ama: “Dios puede amar en nosotros sólo este consentimiento de retirarnos y dejar espacio para Él” (Weil, La gravedad y la gracia).

Anne Carson explica en Descreación que esta declaración de retirarse y consentir ocupar un espacio a la divinidad consiste en una negociación que se concibe como una figura triangular de celos en la cual nos habla de la privación del contacto con Dios desde el momento en el que ella dice que es un Yo.

“Todas estas cosas que veo, escucho, respiro, toco, como; todos los seres con los que me encuentro… privo a la suma total de todas estas cosas de contacto con Dios, y privo a Dios de contacto con todas esas cosas desde el momento en que algo en mí dice Yo” (Weil, La gravedad y la gracia). Antes vimos cómo se planteaban las preguntas del deseo a partir de un Yo que ansía ocupar el lugar del otro. Sin embargo, siente la contradicción de querer apartarse del lugar para conservar el instante; al igual que la intención fotográfica de Ernaux, Weil quiere ver el paisaje sin alterarlo: “Si sólo supiera cómo desaparecer habría una unión perfecta de amor entre Dios y la tierra que piso, el mar que escucho… ”. Pero, frente a esta intención, Ernaux, en El uso de la foto, no puede permanecer inquieta ante el alma aniquilada y, sobre todo, ante la desaparición del pensamiento: “Cuando miro nuestras fotos, lo que veo es la desaparición de mi cuerpo. Sin embargo, no es el hecho de que mis manos, mi cara ya no estén ahí lo que me importa, ni que ya no pueda andar, comer, follar. Es la desaparición del pensamiento. En distintas ocasiones me he dicho que si mi mente pudiera proseguir en otro lado, me resultaría indiferente morir”.

Como si estuviera colocada en medio de dos amantes o dos amigos, Weil siente que es una falta de tacto por su parte estar ahí, que debe retirarse para que “Dios pueda establecer contacto con los seres que el destino coloca en mi camino y a los que Él ama” (Weil, La gravedad y la gracia). Pero, ¿cómo aceptar ese destino? ¿Cómo aceptar que uno es el tercero en discordia que está con dos amantes que quieren estar realmente solos? ¿Cómo privarse uno mismo del contacto con el amor y las cosas sensibles, tan necesarias para nosotros para dejar a Dios ocupar nuestro lugar? ¿Cómo evitar deshacer el paisaje, manteniéndolo inalterable?

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