Querer desaparecer

Aida BYN

Querer desaparecer es un corazón que nos pegan en el bolsillo. Antes me dolía la cabeza porque cerraba mucho los ojos e intentaba que las personas de la playa y del gimnasio y de las tiendas de ropa pusieran los suyos encima de una mesa para que yo los pinchara. Si hubiera podido, les habría clavado una aguja a todos los ojos que me miraron cuando era adolescente; y luego habría escarbado para borrar las miradas que hacían que mi bolsillo latiera, pum pum, mi corazón era un deseo y una incomodidad y esconderme detrás de un perchero para colocarme unos pantalones delante de las caderas y comprobar que no. Eso es latir. Y estar en la peluquería y que te digan que ese corte no te va a quedar bien porque, bueno, no sé, tú me entiendes, ¿no? Y que tus amigas hagan una fiesta de pijamas y que empiecen a cambiarse la ropa y que todas te miren de reojo pero que nadie diga nada. Y que a alguien se le ocurra que podrías ponerte un vestido negro, que el vestido negro no te entre, llorar todo el día. Y darte cuenta de por qué negro, ah, va contigo, lo disimula. O ir a la playa. A los 15 deseé que las playas tuvieran un botón de emergencia debajo de la arena para pedir transparencia. O sea, para desaparecer. Y una vez le dije a una amiga: ¿tú no ves que yo no puedo ir a la playa con pelos porque soy gorda? Luego me sentí mal y me pregunté si lo que me pasaba era normal (y recordé una noche, estábamos al lado del mar y las chicas se bañaban en ropa interior, yo me metí en el agua cubriéndome el pecho con los brazos y pensando en la aguja, quería ahogarme pero para salvarme tendrían que mirarme). ¿Tú no ves que yo no puedo ir con pelos? Ni con los pantalones rotos ni demasiado guapa (pum pum, salir de casa con una falda y con los labios pintados de rojo y sin medias) ni riéndome muy alto. Querer desaparecer es un corazón que tiene celulitis y unas estrías que sustituyen a los ríos que no hay en mi isla y el pecho demasiado grande y poco sujeto. Ese es el mío; otros corazones tienen los huesos marcados o los dientes grandes o vello o acné o son pequeñitos o altos o tienen la voz grave o aguda o el pelo rizado o les obligan a hacer cosas o o o. Hay muchos corazones, pero todos hacen pum: me están mirando y no quiero, me van a mirar y no quiero, no puedo seguir así ni aquí, y cosas que se repiten como las oraciones que aprendimos en el cole (esto también lo aprendimos en el cole, en parte): ¡tienes que ser una señorita! Y, en mi caso: ¡gooooorrrrrdaaaaaa! Y mirarte y no verte sino ver lo que tendrías que ser si. Lo que deberías ser porque. Y pensar en ese poema de Sharon Olds en el que el niño se rompe un brazo y lo bañan y piensan que les fue dado perfecto y lo estropearon. Bueno, el corazón de mi bolsillo está yendo muy deprisa (contar cosas de verdad, ser sincera, enseñar los desconchones y los miedos: eso también nos hace querer desaparecer, y precisamente por lo mismo: algunas miradas), pienso en lo que le dije a mi amiga, pienso en la peluquería, en las tiendas de ropa, en el instituto, en salir de fiesta, en las citas, en ciertas conversaciones, y quiero decir una cosa:

He ido a la playa sin depilarme y he enseñado las tetas y he gritado mucho y he dicho las cosas que pienso y me he puesto unos pantalones muy rotos y me he vestido como me ha apetecido y me he hecho ese corte de pelo y he engordado y he adelgazado y luego he vuelto a engordar y he hablado de ello y no ha pasado nada. Bueno, algo ha pasado: que he hecho todo eso. Y que me han mirado. Y que no me ha dolido. Porque no tenían razón: yo no necesito desaparecer. Yo necesito poder ser yo sin que eso me dé taquicardia. Me he sido dada perfecta y, aunque tenga que romperme algún brazo, no voy a estropearme.

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