Solo el miedo a la muerte hace hogar de espacios ajenos. Intento recordar dónde he leído esa frase mientras paseo por la calle ámbar. No me importaría poder adentrarme en cualquiera de sus casas combadas sobre vigas de madera vieja. Fachadas ruinosas de las que emergen ramas. El tiempo parece suspendido en una precoz nocturnidad y la luz cálida de las farolas es la culpable.
Me detengo a la altura de una ventana vencida que yace anclada a un muro. Imagino que si mantengo fijamente la mirada sobre ella hago un viaje en el tiempo. Clavo la vista en sus hierros oxidados, su persiana derramada, me evado del ahora. Estoy sola en este espacio sin tiempo. Cierro los ojos y deambulo por mi memoria a la búsqueda de recuerdos en los que conversar con mis fantasmas. Quiero hablarles de esta calle sumergida en ámbar que tanto me atrae. Me detengo en la imagen de mi abuela. Estoy tan sugestionada que incluso la presiento. Le hablo del desgarro que me supone abrir los brazos y no encontrarla. Le hablo de cómo aún sueño que está viva en la muerte y me visita y paseamos. Pestañeo, abro los ojos por completo y recobro la gravedad sobre mis pasos. Vuelvo al aquí y al ahora. Me reintegro en el presente.
Me paro en un paso de peatones y miro distraídamente hacia arriba. Los estertores de la ensoñación pasajera aún persisten. Atribuyo a sus rescoldos esta visión perturbadora. Soy yo. Me veo. Pero estoy al otro lado. No puede ser. Bajo la mirada al asfalto para impregnarme de realidad. Cierro los ojos con fuerza, los abro de nuevo y alzo la vista para volver a mirar el edificio de enfrente. Y ahí sigo. Me reconozco. Estoy mirando a la calle a través de una ventana. De repente es noche cerrada pero la estancia está iluminada cálidamente. Mi pelo es más largo que ahora. Tal y como era antes. Es increíble. Mi mirada antigua se encuentra con la nueva. Y el fogonazo de un recuerdo cruza mi campo de visión. Quiebro el paso a pesar de estar quieta. Un vahído me nubla momentáneamente la conciencia. Sé que la mujer de la ventana soy yo porque me acuerdo de mí mirándome desde arriba. Pero de eso hace mucho tiempo. Jamás imaginé ser esa mujer. No se me parecía. No me parezco a ella. Estaba en casa mirando por la ventana de mi habitación. Otra habitación en otro edificio en otra ciudad. Cuando aún no había perdido a nadie. En casa todavía permanecían todos.
Esa tarde lloré, como tantas otras, sobre la colcha fría. Deambulé por la habitación intentando respirar profundamente. Intentando serenarme. Pero era incapaz, me ahogaba en mi propia angustia. Si me acerqué a la ventana entonces fue para ampliar mi campo de visión. Para salirme de mí, al menos durante un momento, y contemplar a los otros. Fue entonces cuando me vi sin saber que me veía. Me fijé en la mujer que me observaba desde la calle. Le devolví la mirada y creí reconocer en ella a alguien del pasado. Por eso fijé la vista sobre ella obstinadamente. Intentaba desentrañar su origen cuando la mujer quebró el paso a pesar de estar detenida. Osciló su cuerpo levemente hasta pendular y caer de bruces al asfalto. Me asusté y grité pero nadie me oyó. De mi garganta solo lograba emerger un tímido quejido. Nadie más parecía verla tendida en el suelo. Entonces advertí a lo lejos cómo mi abuela se aproximaba hacia casa. Quise abrir la ventana para hablar con ella pero la puerta corredera se había quedado clavada como un ancla oxidada y vieja. No podía desplazarla para asomarme y alertar a los viandantes de la presencia de aquel cuerpo derramado. No hizo falta. Mi abuela, todavía lejana, percibió un bulto en el suelo y cómo pudo se apresuró a alcanzarlo. Iba cargada con un capazo del que sobresalían hojas de lechuga que dejó tiradas en la calzada para agacharse a intentar levantarla. A duras penas podía con ella. Pero la incorporó en sus brazos y se quedaron abrazadas. Sentada en plena calle, la acunó hasta que muchos minutos después llegó una ambulancia. Yo no la llamé, lo haría algún vecino. Yo me había quedado completamente absorta en aquella imagen tan bella y trágica. No sabía si estaba viva o muerta aquella extraña pero mi abuela la abrazó hasta que se la llevaron.
Hace rato que no siento nada más que el discurrir de estos recuerdos. Tampoco sé si estoy viva o muerta o si sigo inmersa en el ensueño de la calle ámbar pero siento un cuerpo contra el mío que me abraza. Me quedo acomodada en este hombro orondo en el que encajo. Solo el miedo a la muerte hace hogar de espacios ajenos. De nuevo me viene a la mente esta frase y ya sé de donde surge. La escribí aquella noche, tras reencontrarme con mi abuela en casa. Me contó cómo aquella mujer se había instalado en su cuerpo tan placenteramente que temía desprenderse de ella, por lo que pudiera pasarle al dejarla. Hablamos de que, seguramente, el miedo a morir de aquella señora la había empujado inconscientemente a aferrarse a mi abuela como si fuera un salvavidas o un ángel. Y así me siento yo en estos brazos que sólo toco pero no veo. ¿Será todo esto el estertor de un embrujo? ¿Qué tendrá la luz de esas farolas que trastoca mi percepción tan profundamente? Las oscuridad clarea y la sustituye una potente luz que me ciega. Abro los ojos. Percibo el asfalto y unos brazos que me sostienen. Centellea una luz amarilla que debe provenir de una ambulancia. Miro hacia arriba y ya no veo a nadie.
Sigo sentada en el suelo mientras me toman las constantes. Informo a los sanitarios de que estoy enferma. Tengo cáncer. Me cuesta verbalizarlo pero así es. Me tranquilizan con sonrisas que, a pesar de saberlas compasivas, agradezco. Voy recobrando la conciencia por completo. Vuelvo a mirar hacia arriba y confirmo mis sospechas. Ya no estoy en la ventana. No consigo desprenderme de la sensación de hogar que envuelve mi cuerpo. Tampoco quiero. A pesar de la imagen tan lamentable que debo estar dando, aquí tirada en la carretera con la falda arrugada por encima de las piernas, por primera vez en mucho tiempo, no me siento sola. Creo que ahora mismo debo estar en el salón hablando de la mujer moribunda con mi abuela, imaginando qué sería de ella. Quién nos iba a decir a las dos que la mayor preocupación de esa mujer al subir a la ambulancia sería rogar a los médicos que le recogieran del asfalto unas cuantas hojas de lechuga derramadas.