El arte de leer las calles: Escribir el espacio, habitar el diálogo

Debemos preguntarnos sobre el papel de la mujer a la hora de generar una experiencia urbana a partir de su propia identidad de género y, consecuentemente, de producir una narrativa urbana.

Anna María Iglesia

La literatura es diálogo. Sin ese cruce de voces que nos interpela no tendría sentido la mayoría de la construcción cultural que hemos levantado en torno al hecho literario. Decir «la mayoría» es añadir palabras. En realidad, no tendría sentido nada. Creo que por eso me gusta jugar al metadiálogo: trazar un itinerario (por ir bajando al terreno y utilizar una imagen que se repetirá en los libros que encabezan este texto) a partir de dos lecturas que se comparten reflexivamente, que podrían conversar entre sí. Al mismo tiempo, no puedo evitar querer buscar puntos de encuentro con Adrián, porque el diálogo es otra forma de cuidarnos. No voy a hablar de ToteKing. Preferiría no hablar de Vila-Matas. Pero sí voy a cruzar nuestro particular abismo.

Si se me permite (y sé que sí) un símil chapucero, diré que El arte de leer las calles es una suerte de historia abreviada de la flânerie a través de la mirada de Walter Benjamin. Historia del mirar como acto político a través del mirar como búsqueda filosófica. Una ruptura con la esencia del flâneur —y a su vez el principal punto de conexión con las flâneuses de Anna María Iglesia—, un mirar a quien observó sin ser visto. También es posible trazar caminos secundarios: la importancia de lo público versus el espacio privado dentro de la feminidad transeúnte (pero no solo) o la vigencia de la figura del paseante como elemento subversivo en una sociedad que tiende irremediablemente al consumo y la productividad.

Fiona Songel, Anna Maria Iglesia, dos formas de mirar. Dos formas de construir el discurso. El de Songel es una extensión de su título: una lectura de la flânerie como fenómeno, con escala en Berlín y París, lugares de paso para Walter Benjamin, junto a la reflexión benjaminiana del desaprendizaje de la ciudad habitada para poder leerla. La flâneuse y lo político son para ella dos teselas del mosaico más extenso. Iglesia en cambio construye desde la relevancia de lo concreto y es en esa (im)posibilidad de mirar sin ser vista donde vuelca varias reivindicaciones históricas que desembocan en una sublimación de la crisis del sujeto a través de la palabra. Y en ambas, por cierto, lo pictórico, como punto de partida, de llegada o de nota al margen.

Conversan también ese retrato de Gustave Caillebotte que abre La revolución de las fâneuses con el diseño de portada de El arte de leer las calles a cargo de Isabel Mora. Ambas imágenes gobernadas por la mirada que se intuye (ese mirar sin ser visto), lo que se observa en el primer caso, lo que debemos imaginar en el segundo. Ese París del XIX, ese omnipresente Baudelaire sobre el que ambas reflexionan y en el que ponen el acento por negarle su capacidad para ser «sujeto del relato y no (…) objeto del mismo». Fiona Songel lo sugiere de forma dolorosa. «Es el propio flâneur el que impide la existencia de la flâneuse (…): un flâneur no osaría sacar de su anonimato ni hacer visible a otro flâneur, pero sí lo hace en cambio cuando se trata de una mujer que pasea sola». Los dos puntos son míos. La descontextualización, si la hubiera, también.

Aquí es donde conectaría lo literario con lo político. A mí no se me ocurre nada menos subversivo que un señor del XIX. Por suerte yo no escribo libros ni me los publican, porque donde yo no hubiera visto potencial para la reivindicación, Anna María Iglesia primero, y Fiona Songel después, realizan una lectura desde un prisma que ante permanecía oscuro. Pensar en el canon les sirve (gracias a ellas nos sirve) para pensar los márgenes. Para pensar desde los márgenes. Hace poco —aunque quizá en años-tuiter esta anécdota pertenezca ya al Pleistoceno— se abría en las redes sociales, nuestro… no traigas al presente cafés llenos de polvo, no te conviertas en Soto Ivars, no lo hagas: no lo he hecho. Digo, hace unos días se puso encima de la mesa que los géneros literarios también son políticos. Que las dinámicas de mercado condicionan nuestra forma y nuestra capacidad para leer. Que, de alguna manera, hay una literatura para los pobres. Esto es lo mismo.

Hay una forma de habitar el mundo que permanece fuera del alcance de los márgenes. Esa forma de habitar la ciudad es una forma de escribirla. Desde la escritura se abre la posibilidad de transgredirla, de reivindicar un espacio para la libertad y un espacio (público) para ser habitado, transitado, ocupado, desde la seguridad y la confianza.

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