Un día por fin me atreví. Me atreví a quitarme una capa más de mí, un peso, la carcasa que me rodea, y se la di a los demás para sentirme libre para siempre.
Soy una nativa de Internet y las redes sociales, mi realidad siempre estará ligada a este mundo en red del que nada me avergüenzo y del que tanto disfruto. Lo que nunca llegué a pensar era que fuera capaz de enseñar mi cuerpo desnudo abiertamente en las redes. Yo, que hubo veranos en los que no me quitaba los shorts para coger sol en la playa, o que, directamente, decía que no me gustaba ir (cuando no hay cosa que me guste más que sentir los rayos del sol en todos los rincones de la piel, el ruido de las olas y el olor a salitre). Yo, que no me sentía capaz de que alguien viera algo de atractivo en mí cuando mis muslos “daban de comer a media África”, según mis propios amigos. Yo, que con la talla 36 llegué a verme como un monstruo.
Yo, incapaz de mirarme en el espejo sin toquetearme con las manos las zonas anchas para apretarlas hasta hacerlas finas; sujetar bien fuerte las carnes que colgaban y que no estaban en su sitio, según decían otros; contener el aire para intentar que mi ombligo buscara mi espalda; levantar la rodilla para acentuar la cintura; girar los brazos para contornear la figura… En definitiva: buscar el ángulo aprobatorio en el que el espejo me recibiera como yo quería ser, nada similar a lo que, en realidad, era.
Esa misma yo, un día, decidió que se tenía que deshacer de ese peso, del miedo al juicio de los demás y entendí que si era yo la que tomaba la decisión de mostrarme tal cual era, los demás no podían atacarme. Si querían buscarme defectos yo se los daría directamente, no les daría la oportunidad de destruirme. Y me di cuenta de que la que me destruía era yo. Decidí quitarle el valor que la sociedad le ha dado a mi piel —simplemente porque ha querido asociar el cuerpo y lo sexual (como si lo segundo tuviera algo de malo)—, que, en realidad, solo es una carcasa de carne y pelos que nos rodea, que sin lo de dentro no sirve para nada.
Primero hice las paces con el espejo, con nuestros más y nuestros menos como cualquier pareja que tiene sus días buenos y sus días malos. Entonces fui más allá, me puse delante de la cámara y me gustó. Al principio estas fotos las guardé sin compartirlas con nadie, como un tesoro, eran para mí, para recordarme lo que era y me sorprendí mirándolas más de la cuenta, pensando en ellas como si fueran obras de arte, como si lo fuera yo, como si llevara oculta en el trastero de una galería toda mi vida. Y decidí salir. Salí a la red, poco a poco, de forma sutil como quien se mete en una piscina empezando por la puntita del pie, una foto sin camiseta, luego en ropa interior, que se vea poco, ahora que se vea más y más… Como nací, así soy. Ahora que ya me habían visto, que me podían criticar sin tapujos, me sentí fuerte, segura, libre, imbatible.
Al final, yo he decidido que mi cuerpo esté ahí, por si hay otros ojos que lo ven como yo, como lo más etéreo de lo físico. Como si dándole todo el valor que merece se lo hubiera quitado del todo y, entonces, puedan ver de verdad lo que por mis complejos llevo currándome toda la vida, eso que no se ve y que no puedo mostrar en una foto.
Periodista que ha pasado al lado oscuro de la comunicación corporativa e institucional. Respiro Internet. Kamikaze de la vida: primero hago, luego soluciono. Soy esa chica a la que se oye llorar cuando vas al cine. Me gusta el arte moderno y Ana y los Siete. No me gusta la Comic Sans ni las lentejas.