El texto que sigue a continuación es una reflexión un tanto aleatoria sobre mi incapacidad para llegar temprano a los sitios y a las modas y sobre lo que ha significado este 2018 en mi vida. Si quieres saltarte la introducción y ver directamente la lista, solo tienes que hacer scroll.
Confieso que soy una persona que llega tarde. A las citas, a las clases, a las comidas familiares, a las charlas, a las manifestaciones, al trabajo —si es que tengo trabajo—, a las oportunidades en las tiendas, a los horarios de almuerzo y cena en los restaurantes, a coger la guagua de ida y a coger la guagua de vuelta, a los chistes, a las conversaciones de los grupos de guasap —sobre todo, por encima de todo, a las conversaciones de los grupos de guasap—, a las modas.
Confieso que llegué tarde a Shin-Chan, a Rebelde y a Rebelde Way, a Física o Química y a Sin tetas no hay paraíso. Confieso, también, que tuve que fingir durante años que sabía de qué hablaba la gente de mi edad cuando hablaban de lo que no sabía y, cuando preguntaban que qué tal el capítulo de ayer, que qué tal, yo hacía como que entendía y sonreía con esa sonrisa que se nos pone en las fotos de carné. Una sonrisa como de estar sufriendo.
Confieso, además, que no tuve Internet en casa hasta, por lo menos, los quince años. Y confieso, muy a mi pesar, que como era una novedad y mi madre no estaba segura de que yo hiciese un uso responsable, cada vez que pulsaba el botón de la torre, ella cogía una silla de la cocina y la colocaba a mi lado para observar la pantalla mientras hablaba con mis ligues de Tuenti. Tengo una madre moderna, pero es una madre al fin y al cabo. Y me decía: Eso no, eso no lo pongas. Venga, ya está bueno, apaga el ordenador que llevas todo el día. Y, entonces, yo llegaba tarde. No la culpo, pero llegaba tarde.
Nunca me hice una foto en la que preguntaba que qué me dirían si me moría mañana y le puse un montón de brillos en el PicNick, porque no sabía. Nunca me puse un nombre de Tuenti del tipo Andrea Kit Kat Blanco o Andrea Pim Pam Locurita, porque no sabía. Fui diferente por desconocimiento, pero no por desgana. Y esa sensación de ir a destiempo es difícil de rebasar.
Antes de tener Internet en casa, aprendí cómo entretenerme con el ordenador a partir de los desechos: uno de mis primos mayores me instaló Mi Primera Encarta, una enciclopedia infantil creada por Microsoft, y confieso que pasé muchas horas investigando cosas sobre gatos. Cuando no usaba la Encarta, jugaba a dos juegos para PC: uno que venía con el jamón Campofrío y el Harry Potter y La Cámara secreta (este último me lo regaló mi primo y estaba ya muy desfasado cuando empecé a usarlo). Recuerdo que pasaba horas y horas frente al ordenador, con una tensión en el cuello como de estar cortando cables de bomba.
Me encantaban esos juegos porque me daban escalofríos en la espalda. La niña de Campofrío se movía por un mundo solitario y, a cada cinco minutos, caía en un charco, río o lago y se ahogaba sin que pudiese evitarlo. En el caso de Harry Potter, cuando lograba superar todas las fases y llegar a la parte del basilisco, el pánico que me daba la musiquita de la Cámara Secreta se apoderaba de mi cuerpo y los dedos dejaban de responderme, entonces la serpiente gigante mataba a Harry Potter a la primera de cambio. Yo siempre me he sentido un poco como ese Harry Potter pixelado y torpe que intenta enfrentarse al monstruo más mitológico de todos: el tiempo.
Llegar tarde es algo que intento corregir todos los días, pero me resulta imposible. Supongo que una también es, muchas veces y muy a mi pesar, lo que le dicen que es. Y, por eso, porque quien me conoce ya me mete dentro de su cajita mental de las que llegan tarde, yo, también, antes de sacar la pierna de la caja, retrocedo y les doy el gusto de ser quien se supone que soy: esa canaria que llega una hora después, cuando ya están haciendo el brindis de despedida y se acabaron los dulces.
Confieso que, como buena persona que llega tarde, este año me hice Goodreads. Y, confieso, también, que durante mucho tiempo estaba segura de que se llamaba Google reads. Confieso, además, que a pesar de que bastantes cosas han llegado tarde a mi vida, otras han llegado demasiado temprano. 2018 ha sido el año de lo prematuro, de las cosas antes de su momento. Este año he tenido que afrontar la pérdida. La pérdida de alguien que se fue demasiado rápido. Que llegó a la cita demasiados años antes. Y yo, también, llegué temprano a algunas cosas, a las que pude: una de ellas fueron los libros.
En 2018, descubrí que si no tenemos palabras para nombrar el amor —que si te quiero, te amo, me encantas, terminan por convertirse en expresiones vacías demasiado rápido—, con la muerte pasa exactamente lo mismo: nada alcanza, nunca es suficiente, todo parece demasiado insípido, intrascendente, vano.
Por eso, porque en este período nombrar la pérdida ha sido mi mayor preocupación, comparto con ustedes algunos de los libros que he ido apuntando en mi cuenta de Goodreads —publicados en este año o en fechas próximas— y que me han llevado más allá del la echo de menos. Podían haber sido otros cualquiera, pero estos son los que me han atravesado:
Conjunto vacío (Pepitas de Calabaza, 2017), de Verónica Gerber Bicecci
«Todas las cosas se descubren después. La soledad, por ejemplo. No cuando creemos que estamos solos ni cuando nos sentimos abandonados. Eso es otra cosa. La soledad es invisible, se atraviesa sin saberlo, sin darnos cuenta. Al menos esta de la que hablo. Es una especie de conjunto vacío que se instala en el cuerpo, en el habla, y nos vuelve ininteligibles. Aparece inesperadamente al mirar hacia atrás, instalada en un momento en el que no habíamos reparado».
Pelea de gallos (Páginas de Espuma, 2018), de María Fernanda Ampuero
«La vimos asomarse al balcón de la cafetería de la quinta planta y entonces supimos, enseguida supimos, hay algo que te dice, no se puede explicar, que lo horroroso va a pasar. Varios gritos al mismo tiempo, el ruido de un cuerpo que se destroza, como si lanzaras un saco de vidrio, piedra y carne cruda, un lado del cráneo de la niña Ali machacado, como derretido, más gritos, un grito que sale de dentro tuyo, un grito que es como una cuchillada, el grito del corazón y de los pulmones y del estómago y la niña Ali ahí, como una muñeca grandota rellena de lana en vez de huesos».
El funeral de Lolita (Lumen, 2018), de Luna Miguel
«Si los humanos éramos capaces de pasar horas buscando un Airbnb que cumpliera las expectativas estéticas de nuestras redes sociales, ¿por qué luego dejábamos a nuestros muertos en escenarios tan feos? ¿Los cuerpos sin vida de Fernanda y Amador habrían acabado también en un sitio como ese? ¿Por qué aceptamos un local repleto de cruces comidas por el óxido y con las cristaleras sucias? Debería existir una app para elegir el lugar en el que otros velarían por sus restos. Un Tinder funerario con el que dejarlo todo bien atado, antes de irse para siempre».
‘Células en tránsito’ (Ediciones La Palma, 2018), de Nuria Ruiz de Viñaspre
«Que te nazca un padre muerto
le da un siniestro pero necesario significado
a
tu
ínfima
existencia
todos los días son el mismo día».
Permafrost (Penguin Random House, 2018), de Eva Baltasar
«Día 11. Hoy he sabido que la muerte es transferible».
Dog café (Expediciones Polares, 2017), de Rosa Moncayo Cazorla
«Me acordé de sus costumbres de coreana insolente, sus infinitas heridas, su temor a las cifras pares, los gestos, su manera de responder ante la vida, los dientes separados, la niebla que cruzaba su cuerpo cuando caminábamos juntas hasta la universidad, la soledad que habíamos compartido –sin saberlo– a través de los años».
La azotea (Editorial Tránsito, 2018), de Fernanda Trías
«Nos reímos. La respiración de papá era tan débil que por momentos parecía que no respiraba. Pero sí, había vida en él, y eso lo sabía sin necesidad de inclinarme y tocarle el pulso, sin necesidad de traer el espejito. No es lo mismo un vivo que un muerto, ahora lo sé. Lo que se va es demasiado grande como para no notarlo».
Periodista, escritora y gato en mis ratos libres. Leo mucho, hablo mucho y tomo mucho café. Soy autora del libro de poemas “Mujer sin párpados (2017) y del fanzine “Primavera que sangra”. Entre otras cosas, coordino la sección ‘Equis (X): Feminismos e identidades’ de este medio.