Los hombres malos

Hace poco fui a tomar una copa con un amigo. La camarera, a quien he vuelto a ver en otras ocasiones, es una mujer de aspecto fuerte y actitud “de estar de vuelta de todo”. Cada vez que venía a traer algo miraba fijamente a mi amigo y le hacía una breve y rápida disertación sobre la vida, como si se conocieran desde siempre y compartieran una sabiduría secreta que a mí me estaba vetada. En una de esas disertaciones habló sobre los hombres y solo entonces me miró por primera vez a mí y no a él y dijo, como si buscase mi complicidad: “Todas nos enamoramos de los hombres malos, ¿o no?”. Le respondí: “Pues no, la verdad es que no, yo cuando veo un hombre malo huyo, rápido, y sin mirar atrás”. Me miró perpleja, como si hubiese roto un pacto no escrito entre mujeres.

La seguí observando, no podría decir qué edad tenía, si era una de esas mujeres jóvenes que aparentan más edad o a la inversa, pero imaginé que se lo preguntaba y la única respuesta posible sería un impreciso “¿cuántos me echas?”, la pregunta de quienes creen aparentar menos de lo que tienen. Imaginé esos cuarenta años inventados por mí y los hombres malos que habrían pasado por su lado: el que la animó a no seguir estudiando, el que se aprovechó de ella, con el que tuvo un hijo y nunca le ha pagado la pensión, al que siempre ha querido y él al final se fue con su amiga o una prima, prima a la que ella ahora no habla (a él sí, y sigue enamorada), el que le hizo gaslighting y el que nunca quiso comprometerse pero se acostó con ella durante años al cántico de “no estoy preparado para nada serio, te lo dije desde el principio”, como The stranger song de Leonard Cohen.

Y ella, en ese mar de hombres malos dejó de ver a las mujeres y empezó a pensar lo de que “nadie es más cruel con una mujer que otra mujer”, porque eso nos enseñan, que si tu novio te deja la culpa es de ella, que si tu hermana te dice que dejes a ese tío, no es que se preocupe por ti, sino que se mete donde no la llaman, que están todas contra ti. Y ellos, ellos se dejan manipular nada más, se dejan seducir y se les debe perdonar todo. Él siempre puede cambiar, solo hay que tener paciencia, aguantar, “antes aguantábamos y no había tantos divorcios, ahora nadie resiste”.

Y todo empieza ahí, todas esas historias de vidas de mujeres desperdiciadas por ellos comienzan con un “a las mujeres nos gustan los hombres malos”, acompañado muchas veces de un pequeño suspiro de autocomplacencia. Las niñas lo escuchan, se lo escuchan a sus madres, a sus amigas mayores, a sus tías, lo acompañan con reflexiones como: “Cuando quieres dejarlo, ya es tarde, ya te has enamorado”, y ellas, tan contentas, piensan que es lo normal, que sufrir por un hombre malo es lo que se debe hacer. Tal vez no lo piensen en serio hoy, pero el día que les pase no huirán, porque no es el discurso que le han contado, el discurso que le han contado es que resista, que trate de cambiarlo, que con el tiempo todo se puede, que “hay que apostar por las relaciones”. Y perderán lo mejor que tienen que es a sí mismas, su tiempo y su autoestima, si no ocurre algo peor.

Seguí mirando a la camarera, sus ojos grandes, su sonrisa triste, quizás pensando en el extraño, a quien metió en su casa y dio amor, sexo y compañía y ahora se marcha sin dejar nada, como siempre le advirtió. Pero ella lo único que hizo fue enamorarse del hombre malo, el que todas las películas, las canciones, las historias y otras camareras en otra época le decían que debía amar.

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